jueves, 4 de febrero de 2016

ERA DÍA DE FIESTA

Todo el mundo sabía que ése era un día de fiesta, que con el pasar de las horas la vaina se iba a poner más buena y que todo se tornaría alegre entonces. Todos sabían la fecha, lo importante que era celebrarla, por ocurrir una vez cada año, y luego sentarse a esperar que pasara de nuevo, pasarla bien, y emborracharse hasta más no poder con un trago barato que apenas si dejaba tomarse. 

El día anterior, la mayoría estuvo en una fiesta colorida y a reventar, donde el uno bailaba y se mezclaba con el otro dejando de lado cualquier diferencia social existente. No importando nada, ni la raza ni el sexo, ni la edad ni el tamaño, si era rico o era pobre, ni mucho menos de dónde venía. Era una mezcla homogénea que sólo se permitían vivir una vez y luego todo volvía a ser como antes; pero no importaba nada, había que celebrarlo. Eran pocos los que se quedaban presos en sus casas para evitar ser burlados y envueltos en un mazacote de un polvo blanco con decoración espumosa, y tener que correr en medio de las rechiflas y las risas. Al unísono, en un círculo de personas, salía a flote el sonido de los pitos y las palmas como si se tratara de un ritual pagano; y de eso se trataba: de hacer un rito, un homenaje a la algarabía y el desorden, de exaltar a una reina improvisada que se paseaba de un lado a otro para bailar con el primero que le saliera al paso. 

Había quienes, en medio del mar de gente, se abrían paso para bailar sin pareja y luego ceder el turno a otro bailarín que se retiraba en medio de un estruendo de aplausos. No faltaban las cadenetas que cruzaban de punta a punta, las máscaras de personajes sobresalientes y representativos del lugar, y los innumerables disfraces de marimondas, monocucos, negritas puloy, María moñitos, los toritos, congos y negritos que pedían plata a cambio de un baile entretenido y descoordinado por varios minutos. Además, el trago era cosa que no podía faltar, y sí que lo había en abundancia, porque aunque fuera empeñando las cosas había que conseguirlo; pues –decían-, “plata no tenemos, pero mala vida no nos damos”, y en seguida el jolgorio en señal de aprobación a la frase, y una señora con una bandeja ofreciendo pasabocas y otro más atrás repartiendo el trago. 

-La vaina va en serio, compae Migue.

-¡Qué si va en serio!, me quito el nombre si sale mal, viejo Carlos. 

-¿Y cómo se va a llamá después?

-¡Como sea, da lo mismo! 

-¡Hombe, qué vaina buena! 

-¡Sí o no! Venga y se toma un trago con nosotros. 

-¡Hombe, cómo no, échelo pa’cá! 

Todo transcurría en el mejor ambiente a la tarde siguiente, las mariposas amarillas rodeaban los árboles con su adorable belleza, el canto de los pájaros hacía armonía con el viento y dejaba descubrir su apacible melodía, los perros jugaban placenteros en la arena fresca de la calle, y los niños hacían carreras maratónicas para mojarse de pies a cabeza con agua de todos los colores y olores; hasta que se oyó a lo lejos un frío y aterrador “se murió, Migue se murió” y todos corrieron a ver a Migue postrado en una cama, pálido y ojeroso por el trasnocho, pero con la misma sonrisa fingida de siempre. 

“Ahora llevan al pobre Migue pa’l barrio e’ los acostaos, con su pijama e’ palo puesta. ¡Pobre Migue!” –Decía una señora-, mientras la viuda lloraba a moco tendido y se daba golpes de pecho y decía a viva voz “¡Ay, Migue! ¡Ay, mi Migue!" Pero nunca jamás iba a ser recordado así, por el nombre de un muerto infeliz que se fue a mala hora vistiendo un pantalón al revés, un saco con parches en varias partes y una corbata roja, porque Carlos salió gritando a los cuatro vientos “¡Ay, Joselito, mijo, por qué te fuiste! ¡Ay, Jose!”, y con él un sinnúmero de mujeres solitarias a causa del muerto, a las que no les quedó más remedio que agachar la cabeza y lamentarse porque el martes era día de fiesta.

11 comentarios:

Ajá, cuéntamelo todo: