martes, 12 de julio de 2016

LA MUERTE ES UN RUIDO

Ese día el café estuvo listo a las seis de la mañana, hora que le pareció perfecta a mi padre para beber dos tazas y quedarse pensativo mientras las acompañaba con un cigarrillo arrugado y amarillento. Le bastaba entretenerse con el ambiente tranquilo de ese día y con los árboles bailando al son del cantar de los pájaros; era tan enternecedora la mañana que se permitió unos minutos más para su deleite, para olvidarse del cansancio que trae consigo la existencia y de las penas y los padecimientos que tuvo en toda una vida anterior. 

Mi madre, una veterana de la guerra de la vida, lo acompañó en todo el recorrido de su corto viaje de felicidad imaginada y de sentimientos encontrados, sosteniendo un pocillo sin oreja lleno de café con su mano izquierda, “porque la derecha siempre trae mala suerte”. Agarrar todo con la mano izquierda era un tipo de ritual que le enseñaron desde niña. Mi padre, pensativo y con la mirada estática, nunca supo de su compañía hasta que el sonido de un pocillo contra el piso lo trajo de regreso a donde no hubiese querido volver. 

Ella le dijo asombrada que “¡esto no me está gustando nada!”, y él le preguntó “¿qué es lo que no te está gustando nada, Carmen?”, y ella volvió con sus supersticiones de que “¡el fondo del pocillo, el café! ¡No sé, no sé!”, y él intentó calmarla, como siempre supo hacerlo, diciéndole “¡pero si está hermosa la mañana, vamos a disfrutarla!”, pero ella no quiso ceder y siguió preguntándole que si “¿has escuchado ese ruido todas estas noches?”, y mi padre para no atormentarla más le dijo que “sí, que esa debía ser gente despiadada cortando los árboles”. 

Y eso era, gente despiadada que conseguía lo que fuera sin importarle nada, ni siquiera la vida, dispuestos a todo, y es por eso que hoy estamos aquí: en este lugar desconocido que nos ha resultado, a mis hermanos y a mí, difícil de domar, difícil de entender, difícil de vivir; y nos mata el alma el recuerdo intacto de una vida pasada en unidad, de un abrazo mañanero y un beso de buenos días, de un regaño tierno de papá y un consuelo esperanzador de mamá. ¡Nada nos mata tanto como esto!

Pero por lo menos aquí tenemos un poco de tranquilidad. Este no es el lugar que soñamos, pero ya no escuchamos ese ruido. Allá no había que hacer ningún esfuerzo para oírlo, casi a todas las horas de la noche sonaba sin previo aviso y sin darnos la oportunidad de escapar de él como dos amantes que han sido descubiertos. No. Era un ruido espantoso que nos atormentó hasta el punto de presentarnos al mismísimo demonio hecho hombre, el mismo que no descansó hasta arrancarles la vida a mis padres y traernos hasta aquí con sus actos diabólicos. 

En aquel lugar éramos, sin duda, muy felices a pesar de no poseer riquezas; nuestros padres siempre fueron un ejemplo para nosotros, nos enseñaron a ser buenos madrugadores, a trabajar desde pequeños para salir adelante, a ayudar a los más necesitados y a nunca hacerle daño a nadie, quizá fue esa la razón que no nos dejó actuar ante ese desgarrador suceso. Allá respirábamos la paz al ver por la mañana un enternecedor sol apenas tibio y un cielo cuyo azul no hemos vuelto a ver jamás, y al tomar café sentados en sillas que luego recostábamos contra los árboles. ¡Qué épocas! Pero todo esto acabó con la llegada de ese tipo enano vestido de saco y sombrero, desde que el ruido empezó a entrar por nuestros oídos y a atormentar nuestras mentes. 

Al principio pensamos que era algo pasajero, pero luego empezaron a desaparecer nuestros vecinos y supimos que era cosa del diablo. Muertos a diestra y siniestra y el ruido se escuchaba con más frecuencia, más ensordecedor, más demoníaco. No sabíamos a ciencia cierta lo que estaba pasando, y decidimos averiguarlo la noche en que nuestros padres tardaban en regresar a la casa, y los vimos morir sin poder hacer nada, sólo correr con la impotencia de quien ha fracasado, por temor a contar con la misma suerte.

No tuvimos otra opción que tomar lo que pudimos y largarnos para nunca más volver, para nunca más tener que escuchar el ruido del demonio, para venir a padecer a este lugar escandaloso, pero sin ese ruido desgarrador que nos cortó una parte vital y nos robó hasta el sueño, para no vivir en absoluta paz, pero sí tranquilos, y para no tener que ver otra vez a cinco tipos encapuchados, recibiendo órdenes de un compatriota, cortando en mil pedazos con motosierras, a sangre fría y sin piedad, a personas inocentes para quedarse con todo; nos largamos para no tener que vivir intranquilos por el resto de nuestros días y para poder olvidar que la muerte es un ruido de máquinas desesperanzadoras. Safe Creative #1607128365203

jueves, 4 de febrero de 2016

ERA DÍA DE FIESTA

Todo el mundo sabía que ése era un día de fiesta, que con el pasar de las horas la vaina se iba a poner más buena y que todo se tornaría alegre entonces. Todos sabían la fecha, lo importante que era celebrarla, por ocurrir una vez cada año, y luego sentarse a esperar que pasara de nuevo, pasarla bien, y emborracharse hasta más no poder con un trago barato que apenas si dejaba tomarse. 

El día anterior, la mayoría estuvo en una fiesta colorida y a reventar, donde el uno bailaba y se mezclaba con el otro dejando de lado cualquier diferencia social existente. No importando nada, ni la raza ni el sexo, ni la edad ni el tamaño, si era rico o era pobre, ni mucho menos de dónde venía. Era una mezcla homogénea que sólo se permitían vivir una vez y luego todo volvía a ser como antes; pero no importaba nada, había que celebrarlo. Eran pocos los que se quedaban presos en sus casas para evitar ser burlados y envueltos en un mazacote de un polvo blanco con decoración espumosa, y tener que correr en medio de las rechiflas y las risas. Al unísono, en un círculo de personas, salía a flote el sonido de los pitos y las palmas como si se tratara de un ritual pagano; y de eso se trataba: de hacer un rito, un homenaje a la algarabía y el desorden, de exaltar a una reina improvisada que se paseaba de un lado a otro para bailar con el primero que le saliera al paso. 

Había quienes, en medio del mar de gente, se abrían paso para bailar sin pareja y luego ceder el turno a otro bailarín que se retiraba en medio de un estruendo de aplausos. No faltaban las cadenetas que cruzaban de punta a punta, las máscaras de personajes sobresalientes y representativos del lugar, y los innumerables disfraces de marimondas, monocucos, negritas puloy, María moñitos, los toritos, congos y negritos que pedían plata a cambio de un baile entretenido y descoordinado por varios minutos. Además, el trago era cosa que no podía faltar, y sí que lo había en abundancia, porque aunque fuera empeñando las cosas había que conseguirlo; pues –decían-, “plata no tenemos, pero mala vida no nos damos”, y en seguida el jolgorio en señal de aprobación a la frase, y una señora con una bandeja ofreciendo pasabocas y otro más atrás repartiendo el trago. 

-La vaina va en serio, compae Migue.

-¡Qué si va en serio!, me quito el nombre si sale mal, viejo Carlos. 

-¿Y cómo se va a llamá después?

-¡Como sea, da lo mismo! 

-¡Hombe, qué vaina buena! 

-¡Sí o no! Venga y se toma un trago con nosotros. 

-¡Hombe, cómo no, échelo pa’cá! 

Todo transcurría en el mejor ambiente a la tarde siguiente, las mariposas amarillas rodeaban los árboles con su adorable belleza, el canto de los pájaros hacía armonía con el viento y dejaba descubrir su apacible melodía, los perros jugaban placenteros en la arena fresca de la calle, y los niños hacían carreras maratónicas para mojarse de pies a cabeza con agua de todos los colores y olores; hasta que se oyó a lo lejos un frío y aterrador “se murió, Migue se murió” y todos corrieron a ver a Migue postrado en una cama, pálido y ojeroso por el trasnocho, pero con la misma sonrisa fingida de siempre. 

“Ahora llevan al pobre Migue pa’l barrio e’ los acostaos, con su pijama e’ palo puesta. ¡Pobre Migue!” –Decía una señora-, mientras la viuda lloraba a moco tendido y se daba golpes de pecho y decía a viva voz “¡Ay, Migue! ¡Ay, mi Migue!" Pero nunca jamás iba a ser recordado así, por el nombre de un muerto infeliz que se fue a mala hora vistiendo un pantalón al revés, un saco con parches en varias partes y una corbata roja, porque Carlos salió gritando a los cuatro vientos “¡Ay, Joselito, mijo, por qué te fuiste! ¡Ay, Jose!”, y con él un sinnúmero de mujeres solitarias a causa del muerto, a las que no les quedó más remedio que agachar la cabeza y lamentarse porque el martes era día de fiesta.