viernes, 28 de agosto de 2015

LOCAMENTE ENAMORADA

Ese año ocurrieron muchas cosas. Su muerte, por ejemplo, que fue una de las que comenzó a marcar mi destino, ella fue la culpable de mi historia, de lo que soy, de todo lo que estoy viviendo; o fue él que sin hacer nada destrozó mi vida. Siempre quise amarlo hasta el final de mis días y lo hice, porque este es el final de mis días, aunque fuera hasta el final de los suyos. 

Soy Elena Martínez, una mujer a quien la vida obligó a ser obsesiva, protectora de lo que le pertenece, celosa, pero sobretodo amorosa. Sí, soy amorosa aunque se diga de mí lo contrario, aunque me haya convertido en alguien que todos llaman demente y sicópata, aunque me miren con desprecio cada vez que salgo a la calle. No es así, yo sólo lo hice por amor, sólo porque juramos ante un señor calvo y enjuto que seríamos felices aun después de la muerte, y así es: sé que él está feliz dondequiera que esté, así como yo lo estoy y no a la vez, sé que me perdona porque me ama, sé que su amor ahora es sólo mío; mío y de nadie más, como siempre lo fue. 

Nos hicimos amigos la noche en que bailamos juntos; yo no sabía qué hacer, él me tomó de la mano como si me conociera de toda la vida, se abrió paso entre la multitud y me llevó de prisa hacia la pista de baile. Yo lo seguí sin entender nada, al fin y al cabo era mi primera vez en un lugar así. Recuerdo que mis amigas me animaban y yo cedí sin ningún problema y bailé hasta que los pies no me dieron más. Después de muchos tragos y dos cajas de cigarrillos, nos besamos en la oscuridad del lugar, sin que nadie lo notara, sin saber cuál era el nombre del otro, a qué se dedicaba, quién era y dónde vivía. Un par de horas más tarde salimos en su carro último modelo, y antes de que yo pudiera pronunciar palabra alguna ya estaba sumergida en él con tanta pasión que apenas sí pudimos disfrutar de tanto placer. 

Lo disfruté, es cierto, disfruté su cara de Rafael Rodríguez y su cuerpo de atleta, tanto como él me disfrutó a mí, y nos seguimos viendo a escondidas los siguientes cinco meses, tres noches por semana en el lugar de siempre. Ese era su nombre: Rafael Rodríguez, un hombre alto y buen mozo, con cara redonda y cabello liso, con un cuerpo escultural que incitaba al pecado sólo con verlo; por lo menos a eso me obligaba a mí siempre, hasta que me vi perdida en su mundo y no tuve otra opción que aceptar casarme con él la mañana en que se presentó en mi casa con un ramo de flores. Para entonces mi padre había muerto y mi madre siempre me repetía que “debes buscar a alguien bueno y con plata para que no tengas una vida de perro”.

Él era todo lo que cualquier mujer desearía tener, la plata era lo que menos me importaba; y lo bueno… lo bueno fue la característica más sublime que pudo tener. Pero por bueno lo maté. No me cabía en la cabeza que otra pudiera tenerlo entre sus brazos cuando yo no estuviera, no podía ser que él fuera feliz sin mí, no me lo imaginaba dejándome cuando estuviera avanzada de edad y metiéndose con otra más joven que yo. Así que lo maté. No iba a permitir nada de eso, ni siquiera que me fuera infiel, aunque no tuviera los suficientes pantalones para hacerlo, y quedar como idiota. No, eso nunca. 

Él nunca me fue infiel, ¿o sí? Él nunca pensaría en dejarme, ¿o sí? Jamás se le pasaría por la cabeza cambiarme por otra, ¿o sí? Pero no me importó, debía actuar antes de que cualquier cosa pudiera ocurrir. Actué. Y hoy en día me arrepiento por dejarme llevar por mi intuición de mujer celosa; incluso, me arrepentí y lo confesé cuando estuve tras las rejas, con el mismo calvo insignificante que nos casó. 

Ese día tomé el bus que me llevaría de vuelta a casa: abro la puerta y camino despacio pero primero me quito los zapatos para no hacer tanta bulla y subo las escaleras con cuidado para evitar ser descubierta y descubrirlos a ellos abrazados en la cama y haciendo el amor o apenas desvistiéndose pero mejor que ya estén haciendo el amor para así tener una excusa y realizar mi cometido pero si llego y los encuentro hablando no puedo hacer nada porque entonces no será prueba suficiente para matarlo a ella la voy a dejar en paz porque no tiene la culpa la culpa la tiene él que no debe andar buscando otras mujeres porque me tiene a mí que soy su esposa y si lo hace eso quiere decir que no le soy suficiente pero viéndolo bien también la voy a matar haga lo que haga esta vez no me importa nada a los dos los voy a matar sí los voy a matar. 

Y entré a la casa con cuidado, estaba todo en silencio y caminé tan despacio para que mis pasos no pudieran sentirse ni siquiera a un centímetro de distancia, subí las escaleras lentamente hasta que por fin estuve frente a la puerta del cuarto de la infidelidad, saqué el revólver de mi bolso, con la otra mano abrí la puerta y ahí estaba él: tan hermoso como siempre, igual de majestuoso como todas las veces, tan él, tan mío. Pero ella no estaba, él no me estaba engañando como debía ser, no estaba con nadie en la cama, no era justo porque entonces no tenía motivos para asesinarlo, pero él debía ser sólo mío. ¿Si ya había estado con ella y se estaba reponiendo del placer? ¿Y si en vez de dormir estaba planeando asesinarme cuando yo recostara mi cuerpo a su lado? ¿Y si estaba esperando que yo durmiera para escaparse y hacer el amor tan placentero, tan salvaje a veces, tan dulce y romántico, como siempre, con ella? No, no lo iba a permitir, él nunca podía ser de otra, de modo que me senté sobre la cama, acaricié suavemente su cabeza mientras lo miraba con ternura, apunté el arma hacia su pecho y le di dos disparos de amor en su corazón.